El precioso logo de la cabecera lo hizo Chicho, mi hermano pequeño, desde los Estados Unidos, y me lo envió. En este sitio se pueden ver varios álbumes de creaciones suyas. A mí me encantan. Este es el sitio oficial The Art of Chicho Lorenzo: más dedicado a cuadros.

viernes, 27 de abril de 2012

¿Ha muerto realmente la literatura?

 En Oporto, la peque y yo, en una foto fuera de la famosa librería porque, dentro, te regañaban (de verdad) si hacías fotos.

[Creo que este post tiene, al menos, unos meses, pero sigue vigente para mí]

Leo en el blog de Joselu, en Profesor en la Secundaria, en La muerte de la literatura, que «La literatura es prescindible en el mundo que vivimos. No la necesitamos. Claro que habrá una minoría —muy minoría— de inadaptados que la seguirán leyendo. Allá ellos. Serán raros, anómalos, lo pasarán mal.». Me quedo pensando porque, de ejemplo, no ha puesto a Cervantes, ni algún gran libro de novela picaresca, no: ha puesto a Cortázar. El grandísimo Cortázar. Con sus cuentos, supongo, que es lo que a mí más me atrae de él —sí, más que Rayuela, El perseguidor fue el que a mí me explicó la vida, la literatura, la humanidad que compartimos ustedes y yo.

Sé que Joselu se ha formado leyendo, como yo. No igual, claro. Cada uno hemos llegado a la lectura de una forma distinta, como todos. Como todos ustedes.

Y ahora, la literatura no sirve, no hace falta en esta sociedad. Pues es cierto, de alguna manera.

Quizá haya poca imaginación. Quizá haya poco tiempo. No se sabe bien, ni lo sabe Joselu, pero lo apunta.
 

Leo algo, pero poco, absorbido por la tecnología. En consonancia observo que la mayor parte de los profesores defensores de las nuevas tecnologías en la educación, han dejado la literatura en un segundo o tercer lugar, casi irrelevante. Su dedicación a la informática es tal que su posible tiempo para la literatura, que es radicalmente absorbente, es próximo a cero. La complejidad del discurso literario entra en contradicción con la simplicidad de los tweets y la información rápida que abunda en la red. 

Y los alumnos que están enganchados a Tuenti, esos, que en teoría, leen mucho en la red —no me lo creo, ni siquiera son capaces de leer el manifiesto de la huelga de estudiantes que hacían aquí, en Madrid— «Su capacidad de atención es mínima, su cerebro probablemente ha mutado hacia otros tipos de atención más selectiva que la que implica el lenguaje literario que, dicho sea de paso, exige un tiempo y una voluntad que no concuerda con la realidad que vivimos: frenética e incapaz de dejar ningún poso.»

Vale, yo sí compro libros. Y bajo libros de Internet para mi e-reader. Y leo. Leo mucho. Es más, si no leo algún día, de esos en que viene gente a casa o nos vamos por ahí, lo echo de menos. Pero, ¿no llenarían igualmente entre Twitter, los blogs que sigo —con marcadores dinámicos y en carpetas, sí, soy algo antigua en esto de los feeds—, los sitios web que me gustan, etc. el tiempo de lectura? ¿No tendría que sacar tiempo de donde no lo hay? ¿Por qué me extraña entonces que los adolescentes no lean casi —y no me vale eso de que leen en la red; si no son capaces de leer el manifiesto de la huelga de estudiantes que hicieron, aquí en Madrid al menos, el mes pasado—, lean solamente los libros obligatorios?

Tienen tantas cosas que hacer. Viven conectados, con su BlackBerry o su IPhone, con su portátil o su netbook, con el teléfono tradicional incluso. Están siempre con sus amigos, en persona o vía las redes sociales, en el cole o en las actividades extraordinarias. Así no hay quien se aburra, quien reflexione, quien tenga una hora seguida de tiempo muerto. Y, si existe ese tiempo, lo dedicarán a estudiar, y los padres estaremos muy contentos y les daremos el visto bueno.
Pero ni Joselu ni yo nos hemos educado así: «En mi vida la lectura ha sido esencial. Me he pasado la vida leyendo y sigo haciéndolo.», cuenta Joselu; y yo me sumo a su afirmación. Entonces, ¿cómo serán las nuevas generaciones criadas al abrigo del Tuenti o del Twitter o del Facebook o de las series online o de la inmediatez de la conexión a Internet? Todos estamos de acuerdo en que no tienen por qué ser ni mejores ni peores personas. Pero, ¿se sentirán igual de humanos que nosotros? ¿Leerán las mismas cosas? ¿Servirá el canon para ellos? ¿Se perderán algo? ¿Ganarán algo? ¿Siguen teniendo imaginación o ya no?


A mi hija pequeña, la última lectura a la que le han obligado en el cole es Anillos para una dama, de Antonio Gala. Ni siquiera se puede descargar en la red: no hay tanta demanda como para subirla ni tanto fan como para compartirla; y no me extraña nada: es una porquería ñoña. Le he dicho que le hago una nota a su profe para explicar que en mi casa, a Gala, o lo descargamos gratis o lo cogemos de la bibllioteca —y ya está cogido hasta el 25 de noviembre—, pero mi hija no me deja. Ya he pasado por Marina, de Ruiz Zafón, y por La catedral, de César Mallorquí, y me he zafado, je; porque estaban disponibles en la biblioteca. ¿Qué enseñanza de la literatura es esta? No sé, ni me importa.


Como Joselu, yo, con dolor ya atemperado, renuncio a contagiar la lectura más allá de una determinada edad. Que lean, si quieren, lo que quieran, los que quieran.


Y, si no les da la gana, a partir de los catorce, como en las bibliotecas, que se busquen la vida, que todos lo hemos hecho. ¿Que no existía Internet?, vale, pero estaba la tele, o los amigos y las chuches y el estar en la calle, y el quedar en una cafetería o un pub.


El que quiera dejarlos sin lectura desde niños, allá él. El que los deje a su entero antojo en cuanto a leer, allá él, también.


Creo que Joselu provoca, pero también creo que analiza la función y el tiempo de la literatura en esta sociedad. Porque, no nos engañemos, los tempos han cambiado y eso se acusa.


Surge en mí otro tema distinto, derivado de este: la enseñanza de la literatura en los cursos de Secundaria, sin afán ninguno de fomentar la lectura. Por favor, los profesores de Literatura, que hagan su trabajo, como los de Matemáticas o Física o Economía o Geografía o Historia del arte, y que dejen a Gala abandonado en el arcén, que las obras de los clásicos tendrán que leerlas y aprender. ¿O acaso por miedo a frustrar al alumno dejan de hacerle aprender a resolver integrales o derivadas?


Yo, a un profesor, le pido sólo eso: que le enseñe.


La afición ya es cosa de la familia y del tiempo en el que vive.

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viernes, 31 de diciembre de 2010

El país de los enanos, porque los enanos no se merecen el miedo ni la responsabilidad de los adultos.


Primer día cole Laura: las dos felices.

Al país de los enanos hay que ir en triciclo y no pasar del metro y medio. Alguien lo ha imaginado así.

En el país de los enanos todo es pequeño, todo menos la diversión y las ideas.

Es pequeño el balón, pequeño el campo, grandes las carcajadas y grandes las carreras. Y cuando los enanos y los niños juegan al fútbol corren mejor que nadie y meten cada uno más goles que los demás.

Es pequeño en el país de los enanos el apetito, pequeña el hambre, pequeños el puré y las verduras, y muy grandes los dulces, y los macarrones, que le gustan a Laura.

Laura entró el otro día en el país de los enanos. Iba, por supuesto, montada en su triciclo —¿o iba en su bicicleta?—, y entró, cree recordar, por la puerta del armario de la ropa de los muñecos. Está casi segura de ello.

Lleva ¿cuánto tiempo? en el país de los enanos y no recuerda si sabe regresar a casa, si quiere regresar a casa. Bueno, mejor sigue pedaleando.

Cuando abandona el triciclo ve que hay una fila interminable de triciclos y de bicis vacíos. Se pierden, con sus colores, en el horizonte.

Laura encuentra junto a una puerta a los enanos custodios, que tienen todo el tiempo del mundo para guardar la puerta, todo el derecho del mundo a exigir mil y un requisitos para permitir el paso.

Pero los enanos solo te piden entre risas que midas menos que su vara de avellano, que mide un metro y medio: ni un milímetro más ni un milímetro menos.

Junto a la vara, Laura es más bajita. Los enanos guardan de nuevo el «metroimedio» y le dicen:

—Lo bien que nos lo vamos a pasar, Laurita.

Laura camina y, según pasa, ve muchos más niños que ya están allí jugando.

Laura piensa: «Entonces, aquí, si todo el mundo juega, ¿quién cocinará? ¿Quién limpiará este parque que veo? ¿Quién fabricará los juguetes y balones si los enanos no paran de jugar?» y, por un momento, su cabeza se asoma peligrosamente por el armario azul y blanco de la ropa de muñecos al cuarto, al mundo real y organizado de los adultos. Rápidamente Laura solo piensa en cuánto le apetece comerse un gran bombón de esos que ve en la caja que sujeta el enano más gordo que jamás haya visto. Entonces se borra la cenefa de la pared del cuarto, se borran la puerta y la ventana y hasta el mismo armario azul y blanco.

En cambio, los bombones huelen cada vez más fuerte a chocolate y Laura coge uno, y el enano se come tres de golpe.

—Sigue, sigue. Puedes comerte cinco, siete, ochenta.

Qué enano más amable. Laurita se atiborra. Al cabo del rato prefiere mirar cómo come el enano y oler el chocolate y desearlo, solo desearlo.

Entonces el enano se despide —con la mano, porque es bien educado y no habla con la boca llena; bueno, solo a veces.

Laura se topa con el tobogán más grande de todo el parque, y encima es amarillo, como le gusta a ella. Y montones de enanos suben por la rampa en vez de hacerlo por las escaleras y se pueden hacer carreras con ellos, y ponerse como un puente para que baje otro por debajo, y deslizarse rápido por debajo de las piernas pequeñas de los enanos, que se ríen y chillan y hacen que Laura y otros niños se lo pasen en grande. Y, aunque llevan horas riéndose y jugando, nunca es hora de irse del parque, no es hora de irse a casa.

Pero, a ese niño que se ha caído y llora, ¿quién va a venir a hacerle «cura sana, culito de rana, si no se cura hoy, se curará mañana»? Vaya, otra vez se asoma Laura al mundo coherente de la realidad: se vislumbra el apagado sol de invierno que entra por la cortina en la alcoba. La puerta del armario está entreabierta y Laurita se asoma al cuarto desde dentro.

Pero que no, que yo no vuelvo. Que llore el niño si le da la gana, que lo que yo quiero ahora es jugar con él a hacer animales con la plastilina. Y la habitación ya no existe. Existe, en cambio, la fábrica más grande de moldes de animales de plastilina que Laura pueda imaginar, y hay animales que ella no ha visto nunca.

Con planos y todo los enanos corretean de acá para allá. Los planos son a escala; algunos, otros no; y tienen más tachones...

Con kilos de plastilina de distintos colores los enanos y los niños —incluida Laura— hacen animales preciosos, animales terroríficos y hasta defectuosos. Y, si uno quiere, al defectuoso lo aplasta con un mazo gigante que lleva escrito en el mango: «al que no te guste, lo espachurras». Si te gusta, lo dejas salir, con defecto y todo, como te dé la gana: por doquier corretean canguros con joroba y gatos con cara de besugo.

Lo mejor de todo es que una vez hechos cobran vida. Se mueven como los muñecos de las películas, hablan con voces de pito, se funden con el suelo y se recomponen mágicamente, se pelean, saltan, ríen... y, si te dan mucho la lata, los espachurras con el mazo grande.

«¿Y adónde irán una vez aplastados? ¿Volverán a ser simple plastilina cuando paren de hablar y de moverse?» Casi sin darse cuenta Laura volvía a ver la alcoba desde el fondo del armario blanco y azul. Los animales de plastilina y sus voces se diluían. El cuarto se hacía más real. Se encontró delante del armario sentada en su triciclo. Sabía cómo volver al país de los enanos, sabía que si dejaba de preguntarse tantas cosas y se limitaba a disfrutar regresaría rápidamente. Pero estaba cansada, así que bajó del triciclo y fue a buscar a papá y mamá que hablaban en la cocina. Antes de salir de la habitación echó un vistazo: el armario de rayas azules y blancas tenía una puerta entornada.

El país de los enanos, porque los enanos no se merecen el miedo ni la responsabilidad de los adultos.SocialTwist Tell-a-Friend

viernes, 10 de diciembre de 2010

Ya vienen los Reyes...


Una de las nevadas del año pasado, aprovechada para hacer un ángel de esos que hacen en las pelis norteamericanas por mi hija mayor.


Este diciembre me adelanto, cuando en realidad me atraso un año entero, desde el enero pasado, en que leí a Sánchez Ferlosio un artículo estupendo titulado «Televisión para niños», les recomiendo que lo lean, sigue vigente, por desgracia. Ese artículo me hizo acordarme de las cartas a los Reyes Magos de los niños de ahora (vale, no todos, menos mal): algunos ni siquiera escriben porque cortan las fotos de los juguetes y las cosas que quieren y las pegan en la carta; hay otros que sí ponen con su letra lo que piden: tras el consabido «este año he sido bastante bueno», llegan las peticiones: quiero el Super Mario Bros. para Wii, el volante, el micrófono de Hanna Montana, el Quién es quién de Disney, la linterna de Ben 10, la Barbie fashion morena, las zapatillas de fútbol de Nike que usa Ronaldo, etcétera, etcétera.

No, no crean que me molesta que los niños den a los Reyes tantas pistas. Ni que tengan tan claro que si el maletín de hacer pulseras que quieren es el de Hello Kitty no les valga otro similar o incluso más bonito. No es eso.

Es que no veo que ninguno haya pedido un caballo (a no ser que sea uno interactivo que tienen en el Toys R Us y que no es de verdad), ni un muñeco que se convierta en un homúnculo con vida propia, ni una pelota que siempre marque gol, ni un sombrero del que poder sacar todo lo que uno necesite en el momento justo, ni una bandera que señale cuándo hay peligro, ni una nevada increíble que obligue a cerrar el cole, ni una luz que brille a distancias desmesuradas y pueda iluminar la noche oscura de un amigo que se ha ido a vivir lejos lejos, ni...

Todas esas cosas, y otras tantas, las pedía yo junto a disfraces, cuentos, barriguitas, muñecas, coches, grúas y demás.

¿Qué ocurre con los niños? ¿Qué les pasa? ¿Acaso crecer entre tanta ficción y tanta magia les ha hecho anclar sus pies a la tierra? ¿Es que no piden la luna porque no saben que existe? ¿O es que les sobra porque no tiene un copyright que podrán lucir como logo más que marca, como explica Rafael Sánchez Ferlosio?

Y ¿los padres? ¿Se murió su imaginación, que no echan de menos que los niños imaginen? Se quedaron en traer el catálogo de juguetes del sitio más a mano para que el niño ponga las pegatinas de «me gusta esto» como si estuviese en Facebook, y los papás no lo encuentran extraño, no, lo ven facilitador y cómodo.

Pero qué pena, ¿verdad?, tener que buscar con lupa en la lista de los niños hasta encontrar algo que no sea un producto comercial.

A ver si conseguimos devolverles a esa cabecita toda la magia que ellos llevan dentro. A ver si este año les contamos que el catálogo se perdió, pero que hay tantas cosas que uno puede ansiar y desear, y que este es el mejor momento para pedirlas, porque los Reyes, y Papá Noel, son todos magos.

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miércoles, 21 de abril de 2010

Poesía LIJ que llega y alguna que ya estaba

Tres autores muy queridos para mí tienen novedades: Darabuc, Germán Machado y Pedro Villar. A su vera, ilustradores y enlaces a más libros que merecen la pena. Y uno de los proyectos, Garabatos y ringorrangos, me es especialmente querido, así como Germán, el autor, y su ilustrador, Alberto Caja.

Llegan novedades de poesía lijera, que no ligera (este «lijero» creo que lo ha contagiado Jorge Gómez Soto desde su Literatura infantil y juvenil actual).

Todos ellos son poetas que parece que conservan su alma y su curiosidad de niño. Es difícil escribir poesía para niños y gustar tanto a los chicos como a los adultos, pero ellos lo consiguen.

Ya está ahí El libro de las mandangas, de Darabuc, accésit de Luna de Aire, con ilustraciones de Arturo García Blanco. Tiene poemas como este:


«Aire del untado de chocolate», de fotos de Gonzalo García

Aire del untado de chocolate


Que yo no he sido, madre
ni sé yo nada
de ese turbio descuadre
de la tableta,
calamar violinista, ay, ay, ay,
pulpo poeta.


Que se entró la vecina
doña Pirata,
con un hambre canina,
la muy gamberra,
calamar de montaña, ay, ay, ay,
pulpo de tierra.


Que vinieron ladrones
con la ganzúa
a llevarse camiones
de la bodega,
calamar de sembrado, ay, ay, ay,
pulpo de siega.


Que vinieron marcianos
en navecillas
y me untaron las manos
de chocolate,
calamar de parterre, ay, ay, ay,
pulpo de arriate.


Además de que hoy
tengo desgana,
mamá, es que yo no soy
nada dulcero,
calamar mentiroso, ay, ay, ay,
pulpo trolero.




cubierta de La vieja Iguazú

Pero mientras, bien se puede uno hacer con La vieja Iguazú, II Premio Luna de Aire, Darabuc, ilustrado por Ana Cuevas, CEPLI, 2005, 3.ª ed. 2007.




cubierta de Garabatos y ringorrangos

Germán Machado publica el maravilloso Garabatos y ringorrangos, que ilustra maravillosamente (de verdad ma-ra-vi-llo-sa-men-te) José Alberto Caja, en la colección LIJ de Editorial LdN (ya saben, en digital y en papel): le falta nada para salir porque Óscar Villán ya le ha dado forma con su maquetación —esperemos que le quede tiempo para hacer sus propias ilustraciones, je, je.


maqueta de «Avaricia»

Avaricia

Acumula y acumula
un tesoro bajo llave,
el avaro ringorrango
nunca presta y no reparte.

Ahora mira de reojo
el tesoro acumulado,
pues se le escapa la tarde
sin haberlo disfrutado.

Mientras, pueden disfrutar de sus poemas sobre animales, Bichos, dice Germán, que han ido apareciendo en el blog de Darabuc; o de sus relatos también lijeros, El secreto de los Greenwall, ilustrado por Cecilia Alfonso Estevez; Pikin kiwi, ilustrado por Paola Zakimi; y Maho y Zorya, ilustrado por Fernando de la Iglesia. Y, viene tan a cuento... ¿puedo, puedo decirlo...? Bueno, como no lo sé, solo diré que también está por llegar en breve un precioso álbum ilustrado en que el texto es responsabilidad de Germán y los dibujos son de Fernando: que avisen en cuanto esté, y que sea el comienzo de una larga y estrecha colaboración, eso deseo.


ilustración de Pikin kiwi, del cuento


cubierta de Cuéntame, del blog Cuaderno de apuntes

Pedro Villar estrena álbum infantil ilustrado; no es en verso, pero es la mar de poético: Cuéntame, con las ilustraciones de María Wernicke, en la editorial Fineo; yo voy a encargarlo ya.


cubierta de Los animales de la lluvia

Mientras, disfruten de los que tiene editados en Diálogo: Los animales de la lluvia, ilustrado por el genial Miguel Ángel Díez—¿Cómo tiráis al que sobra? —Lo arrojamos por la borda.», rima genial del libro, ¿verdad?), y El bosque de mi abecedario, ilustrado por el también estupendo Miguel Calatayud —sé que cronológicamente van al revés, pero es como yo los he conseguido y he leído.


fin de El bosque de mi abecedario

COLORÍN COLORADO

Fui flor, feria,
fuente, faro,
fui fiesta,
fui faquir,
fui frágil,
fui fugaz
fui feliz,
fui final,
fui
FIN

Otro que tampoco es exactamente poesía pero que como si lo fuera es ABCdario, de Antonio Ventura y Noemí Villamuza, en Ilustrados de Nórdica; el precioso vídeo de presentación:


Disfrútenlos todos y los que se les ocurran (hay muchos si siguen los enlaces; los del post y los de la derecha en el blog). Ya saben, para estos libros, la edad es orientativa, y solo el punto de partida si uno mantiene el espíritu joven hasta más allá de los noventa y nueve.
Feliz día de Sant Jordi, del libro y de la rosa, del libro... Traten de hacer que dure hasta el año que viene (no el libro, sino el espíritu del día), es de lo más gratificante :-)

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martes, 13 de abril de 2010

Vuelvo

Este blog ha estado parado por motivos ajenos a la empresa... bueno, no hay más empresa que el proyecto en sí, y nadie es responsable de su parón exceptuándome a mí, pero siempre me admiró que MetroMadrid lo dijera y quedara como un rey, así que es una frase que pensé que igual, con algo de suerte, ustedes creerían, como los que viajamos en metro tenemos que «descreer» tantas veces, aunque alguna sí sea verdad.

Pido perdón por no avisar de la parada obligatoria, sobre todo a los que siguen (o seguían) el blog. Y, además, caigo en la cuenta de que he llevado la contraria a todos los consejeros de cómo llevar un blog, que insisten en que la periodicidad ha de ser regular (!) y no demasiado espaciada (!): caray, de veras no lo he hecho aposta. Pero, ya se sabe, la mujer propone, Dios dispone y el hombre y la vida atan cabos.

Bienvenidos de nuevo si quieren aceptar las disculpas y volver a visitarme.

Unos consejos sobre qué no hacer cuando uno al fin se ha hecho con un eReader, como aperitivo de las entradas que vendrán más regularmente:

  • No baje todos los e-books gratis que encuentre.
  • Conviértalos a e-pub: para eso va muy bien tener el Calibre y seguir lo que dice Marcos Taracido en Receta casera para cocinar un e-pub, en LdN.
  • No se baje sagas de vampiros, cazadores oscuros, were-hunters, muertos y malditos: hay demasiadas, enganchan a las adolescentes (a veces también a los adultos) y no logrará ver su eReader ni para cargarle la batería.
  • No piense, si no es lector, que va a leer mucho más; al fin y al cabo, lo bueno es el desplazamiento de muchos libros en poco peso, pero echará de menos el libro en papel y la pantalla retroiluminada.
  • Anote con cabeza (si tiene pantalla táctil): en cuanto uno toca la pantalla, usted selecciona una frase o párrafo o palabra de la página, sin haberlo querido. Caramba, borre esa anotación, no tiene por qué tirar el libro de usted, como tampoco el coche es el que decide a qué velocidad quiere ir.
  • Visite Editorial LdN: uno de los mejores sitios para hacerse con e-books de calidad de verdad de la buena.
Nos vemos o leemos en breve, antes de que llegue el día del libro :-)
Un beso y gracias.

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sábado, 7 de noviembre de 2009

Nórdica Libros, Premio Qwerty al Mejor Diseño Editorial

Ilustración de Marta Gómez-Pintado para
Alicia en el país de las maravillas


Los Premios Qwerty han dado a Nórdica Libros el Premio Qwerty al Mejor Diseño Editorial, y no me extraña nada, la verdad. Cualquiera de sus libros es, creo que ya lo he dicho varias veces, una deliciosa joya a la que no hay que renunciar. Con cuatro colecciones, Letras Nórdicas, Otras latitudes, Soñando ciudades e Ilustrados, la única que se edita en cartoné en tela y, francamente, es de lujo, es la última. Pero no solo esas geniales obras, sino las colecciones Nórdica y Otras Latitudes, no ilustradas, en rústica, son también de una calidad que denota el cuidado y la querencia por los libros.


A la vez, las herramientas de las nuevas tecnologías son aprovechadas por la editorial para presentar las novedades, y quedan como un catálogo animado al que se puede volver y con el que podemos disfrutar casi más que hojeando el libro en la librería. El último vídeo, por ahora, el de Alicia en el país de las maravillas, es una preciosidad, pero es que cualquiera de los anteriores lo es —han tenido el acierto, además, de empezar a poner de dónde sacan la banda sonora que acompaña a las imágenes y a la letra— y volver a verlos es una tentación grande.

De hecho, dentro de Ilustrados está también la colección MINIIlustrados, en rústica, con un tamaño menor y a menor precio. Y atentos a esta colección porque ofrece maravillas que no pasan por su hermana mayor, la colección Ilustrados, como Vi, de Gógol, ilustrado por Luis Scafati o La maravillosa historia de Peter Shlemel, de Adelbert von Chamisso, ilustrado por Agustín Comotto o Secuelas de una larguísima nota de rechazo, de Bukowski, ilustrado por Thomas M. Müller. Los otros sí han aparecido en cartoné con sobrecubierta o camisa, pero también es una buena ocasión de hacerse con ellos si uno no puede permitirse el precio de la edición más cara (aunque yo siempre encuentro que quitamos antes presupuesto de los libros que de otros hobbies, claro, cada uno tiene sus preferencias; sin embargo, no me digan que los libros son caros, cuando todo lo demás, a mí por lo menos, me parece igual o más caro, francamente, y encima algunas cosas se consumen y no se puede volver a ellas).


La maravilla que supone Alicia en el país de las maravillas en su colección Ilustrados es, por supuesto, el libro de Lewis Carroll, traducido por Humpty Dumpty, pero, sobre todo, el hermanarlo con las ilustraciones de Marta Gómez-Pintado, que son soberbias; estos matrimonios bien avenidos que Diego Moreno crea son un hallazgo para los libros y un acicate para el panorama del libro ilustrado en español, que, menos mal, tiene en esta editorial y algunas otras a los mejores introductores de la ilustración no limitada al mundo infantil.

Hay que ser valiente para ilustrar un libro al que muchos tenemos asociado a las ilustraciones de John Tenniel; en este sentido, Marta Gómez-Pintado se ha desmarcado de la caricatura que tanto me gustaba para los personajes de la Duquesa o de la Reina, consciente de que tenía que buscar su propio estilo, y se centra más en Alicia y en la perspectiva del ojo o el ángulo desde el que miramos. Así, la ilustración de los zapatos, dentro del libro y en la sobrecubierta (como presentación), nos llevan de golpe a la lógica ilógica de Alicia de comenzar la relación con sus pies como seres aparte, a los que dirigirles regalos, dado que tan lejos de ella ya no son parte suya; a la vez, ¿quién no se siente identificada con las merceditas que Marta pinta? ¿Qué adulta o adolescente no ha calzado estos zapatos en alguna ocasión como imposición de los adultos? ¿No los identificamos así con el razonamiento apropiado de una niña bien educada? ¿No es una buena forma de ver de dónde vamos a ir separándonos en este delicioso libro en el que todo lo apropiado y lo recibido se pone patas arriba?


El que Alicia salga de sí misma en la ilustración de la p.6, o la merienda de locos centrada alrededor del tiempo en la ilustración de la p.81, en que la mesa es redonda con las agujas del reloj, o ver a la Alicia encogida desde el otro lado de la cerradura en la p.16 son preciosos modos de reinterpretar Alicia en el país de las maravillas. Y el que sea en blanco y negro y colores muy suavemente añadidos es un acierto, para mí; el alejarse de los coloridos brillantes de otras versiones, incluida la de Walt Disney, es digno de agradecimiento.


Como siempre, genial la elección de Diego Moreno y de la Editorial Nórdica, que apuestan por rescatar, sí, autores consagrados, pero también por apoyar a ilustradores vivos, como hizo con Noemí Villamuza y Javier Zabala y Luis Scafati, por ejemplo, y hace ahora con Marta Gómez-Pintado.


Ah, y atención al siguiente ilustrado, que promete tanto como este: Javier Zabala (que ya ilustró Bartleby, el escribiente en Nórdica) ilustra Hamlet, de Shakespeare. No me lo pierdo tampoco.

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sábado, 24 de octubre de 2009

Cómo llegamos a la lectura


Laura, a la derecha, y su prima, atentas
al teatro de marionetas que hace Marta.

Muchos de los que somos lectores, letra-ferits, heridos por la lectura, enganchados al placer de leer, nos preguntamos a menudo cómo llegamos a ello. ¿Cuándo? ¿Quién nos lo contagió, si nos lo contagió alguien? ¿Con qué libro empezamos? ¿O con qué historias? ¿En boca de quién nos llegaba nuestra primera relación con la literatura? ¿Fue por la palabra, oralmente, escuchando, o fue con las letras, de manera visual, adjudicando a las grafías el sonido y a los sonidos el significado?

Solemos preguntárnoslo porque esperamos que, encontrando la respuesta, podamos contagiar o trasladar a los que nos importan y que aún no son lectores esa ansia por leer, esa necesidad.

Casi todos nos remontamos a la infancia y no recordamos bien los pasos concretos que nos llevaron adonde estamos. Se lo pregunta la Maga Colibrí, Lara, de la maravillosa librería El bosque de la maga Colibrí, en Empezar a leer:

No recuerdo cuándo empecé a leer. En mi casa no había demasiados libros, ni mis padres eran grandes lectores. Mi madre dice que apenas me contaban cuentos, ni me leían por las noches. Sin embargo, yo recuerdo las historias interminables que mi abuela inventaba para mí mientras paseábamos por el bosque, mientras caminábamos aquel camino interminable desde el autobús hasta su aldea, mientras cocinaba, mientras merendábamos, o a la hora de ir a dormir. Mi abuela es una de esas personas que consigue sacar un relato apasionante de una anécdota anodina. Sabe contar, sabe engancharte a sus palabras, sin artificios, sin teatralidad. Y creo que de ella me viene la voracidad por las historias, aunque no haya heredado su capacidad para contar.

No recuerdo cuándo empecé a leer, pero desde siempre me recuerdo con un libro al lado. En el autobús del colegio, en el recreo, en el parque, leyendo a escondidas por las noches pese a las protestas de mi hermano para que apagara la luz.

A veces vuelvo la vista atrás e intento descubrir los hilos que me fueron atando a los libros, por si puedo reproducir las puntadas, como mediadora de lectura que soy, como recomendadora, como librera. No lo consigo. Sólo consigo recordar sensaciones que todavía me asaltan ahora, cada vez que leo un buen libro. Y me tengo que conformar con intentar compartirlas, hablando de lecturas y de libros.

Juan Mata, este verano, nos obsequió con una serie llamada Voces primordiales, cuatro capítulos, en que «Quisiera ir ofreciendo en las próximas semanas algunos testimonios de escritores/lectores acerca de la influencia que sus padres tuvieron en sus deseos y gustos por la lectura. Me parecen oportunos en estos días en que el tiempo parece dilatarse, en que la proximidad se hace más íntima y duradera. Espero que les gusten y les haga pensar o quizá recordar.»
Y por allí pasaron las voces de Soledad Puértolas y del cuento que le contaba su madre cuando estuvo ella enferma a los tres años, y esa gallina petirroja que se quedó para siempre en su memoria, aunque aún no supiera qué significaba semejante adjetivo, «petirroja», y que la ligó para siempre a la lectura; o la del premio Nobel de Literatura Vidiadhar Surajprasad Naipaul, que «[a]l cabo de los años seguirá recordando la deuda con la voz paternal»; o Bertrand Russell que nos habla de cómo su abuela, leyéndole, pero también ejerciendo de censora, le condujo a la lectura.
¿Y por qué dejo para el final el número tres de los cuatro capítulos de la serie que nos ofreció Juan Mata en Discreto lector? Porque ahí «se tornan los roles y ahora es el hijo el que lee. Los padres actúan en este caso como receptores en vez de donantes. Pero si bien hay una alteración de las funciones no cambia el sentido del ritual: la lectura como un hilo invisible que anuda al niño con sus progenitores. El respeto y el aliento hacia los libros siguen siendo de la misma naturaleza, aunque se manifieste ahora de un modo distinto, aunque modifique el cometido de cada uno de los protagonistas.» José María Merino lee a sus padres. Les lee lo que estos le piden, y ve el efecto que las palabras tienen sobre ellos.

Yo, como la Maga Colibrí, como Juan Mata, como tantos, siempre he intentado hilar fino para que mis hijas pudieran recibir el preciado regalo que a mí me hicieron: el disfrutar de la lectura, el ser un letra-ferit.

En una familia en que los libros abundaban en todas las habitaciones —el salón, las nuestras...—, en que los abuelos, sobre todo el abuelo, contaba historias de sitios exóticos —qué hay más exótico para un niño de ciudad que las historias de un pueblo y un río y perros que viven sin atar, y una madre y hermanos que parten a la ciudad a los doce o trece años—, en que los cuatro hermanos hacíamos funciones a nuestros padres, o nos juntábamos con otros amigos y les hacíamos a los adultos teatro de marionetas, o entre nosotros y nuestros padres contábamos cuentos y escribíamos un periódico cuando nuestro padre se iba de viaje para que no se perdiera ni una noticia importante: «Fran ha aprendido a tirarse de cabeza» (el primero), «Hemos ido a ver la película de La Bella Durmiente y Javier y Ana se han tenido que salir» (por el miedo, claro) y otras cosas importantísimas.

Así, aprendí que no era solo leyendo o cantando nanas o hablando, que sí, que claro, que también. Es escuchando cuando ellos nos cuentan o nos leen o nos cantan o nos imitan, porque al principio seguramente nos cuentan un cuento muy parecido al que le hemos contado. Y nos piden el mismo cuento o la misma nana o la misma poesía una y otra vez. Y, cuando cogen las marionetas, nos encontramos con que la función representa una historia en que la poesía se dice tres o cuatro veces. Poco a poco, sin embargo, empiezan a elaborar historias más complicadas y autónomas de las que conocen.

Llega un momento también, en la lectura, en que, además de leer lo que les recomendamos y lo que les compramos, nos piden un libro y nos lo recomiendan. Entonces, nosotros lo leemos y lo comentamos con ellos. Y descubrimos que su personalidad les inclina hacia uno u otro estilo, hacia un tema u otro.

Marta y yo siempre hemos intercambiado impresiones de libros y este no es el primero que me recomienda. Pero sí es de los que ha descubierto ella sola y de los que más le han gustado: Marta me recomendó Mary tempestad, de Alain Surget, en Marenostrum.

Y Laura. Laura, que me preocupaba porque no se enganchaba a la lectura. Laura, que no sé por qué no tengo paciencia a pesar de que cada una gateó a una edad diferente, cada una empezó a hablar a una edad diferente. Laura, al fin, fue más allá de leer libros finos y cortos. Me recomendó El pan de la guerra, de Deborah Ellis, en Edelvives y me pidió, bueno, se lo pidió a su abuelo, que es infalible (todo lo consigue), la segunda parte: El viaje de Parvana.

Y ¿qué quiero decir con esto? ¿Qué quiero compartir? Que da fruto. Que esa forma de compartir de la que hablamos la Maga Colibrí en Cosas de la Maga , Juan Mata en Discreto lector, las voces primordiales que recoge, Darabuc en sus blogs encabezados por Darabuc, Jorge Gómez Soto en Literatura infantil y juvenil actual, Kareche en Leer por leer, Pedro Villar en Cuaderno de Apuntes y tantos otros, que esa forma de estar con ellos, los niños, desde el principio, cuando «aún no hacen nada», según algunos —qué poco les han mirado, ¿no?, si cambian de un día para otro, si son un mar de gestos—, con las nanas y las rimas, incluso con las historias que les contamos; y luego, cuando les leemos libros de poesía o de aventuras o de fantasía; más tarde, cuando no les abandonamos ante el libro, sino que lo leemos a medias, o nos leen o les leemos, sin renunciar al placer de contar y que nos cuenten, esa ansia de todos por escuchar... Y cuando ellos crean una historia, o nos recomiendan una, entonces, qué maravilla saber que la lectura es algo que nos es común, que nos hermana porque disfrutamos.

No sé si ustedes tienen hijos o no; ni siquiera sé si tienen niños cerca, pero les puedo asegurar, ahora sí, ya, por fin, desde la experiencia, que todo lo que sembramos luego crece. Merece la pena, no solo por lo bien que se pasa, no solo por oír las risas de un niño pequeño, no solo por ver la cara concentrada y la boca abierta; merece la pena también porque se contagia. Y hay pocos placeres en este mundo que puedan contagiarse de una forma tan sutil y con tanta recompensa anticipada: habremos disfrutado nosotros todo el tiempo; ellos disfrutaron también y ahora nos seguirán haciendo disfrutar y, quién sabe, puede que en el futuro, sepan hacer disfrutar a otros, a niños, que nunca, jamás, deberían tener puertas cerradas a nada que no sea el sufrimiento. Abrirles puertas a lo bueno, esa obligación es nuestra.

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