[Creo que este post tiene, al menos, unos meses, pero sigue vigente para mí]
Leo en el blog de Joselu, en Profesor en la Secundaria, en La muerte de la literatura, que «La literatura es prescindible en el mundo que vivimos. No la necesitamos. Claro que habrá una minoría —muy minoría— de inadaptados que la seguirán leyendo. Allá ellos. Serán raros, anómalos, lo pasarán mal.». Me quedo pensando porque, de ejemplo, no ha puesto a Cervantes, ni algún gran libro de novela picaresca, no: ha puesto a Cortázar. El grandísimo Cortázar. Con sus cuentos, supongo, que es lo que a mí más me atrae de él —sí, más que Rayuela, El perseguidor fue el que a mí me explicó la vida, la literatura, la humanidad que compartimos ustedes y yo.
Sé que Joselu se ha formado leyendo, como yo. No igual, claro. Cada uno hemos llegado a la lectura de una forma distinta, como todos. Como todos ustedes.
Y ahora, la literatura no sirve, no hace falta en esta sociedad. Pues es cierto, de alguna manera.
Quizá haya poca imaginación. Quizá haya poco tiempo. No se sabe bien, ni lo sabe Joselu, pero lo apunta.
Leo algo, pero poco, absorbido por la tecnología. En consonancia observo que la mayor parte de los profesores defensores de las nuevas tecnologías en la educación, han dejado la literatura en un segundo o tercer lugar, casi irrelevante. Su dedicación a la informática es tal que su posible tiempo para la literatura, que es radicalmente absorbente, es próximo a cero. La complejidad del discurso literario entra en contradicción con la simplicidad de los tweets y la información rápida que abunda en la red.
Y los alumnos que están enganchados a Tuenti, esos, que en teoría, leen mucho en la red —no me lo creo, ni siquiera son capaces de leer el manifiesto de la huelga de estudiantes que hacían aquí, en Madrid— «Su capacidad de atención es mínima, su cerebro probablemente ha mutado hacia otros tipos de atención más selectiva que la que implica el lenguaje literario que, dicho sea de paso, exige un tiempo y una voluntad que no concuerda con la realidad que vivimos: frenética e incapaz de dejar ningún poso.»
Vale, yo sí compro libros. Y bajo libros de Internet para mi e-reader. Y leo. Leo mucho. Es más, si no leo algún día, de esos en que viene gente a casa o nos vamos por ahí, lo echo de menos. Pero, ¿no llenarían igualmente entre Twitter, los blogs que sigo —con marcadores dinámicos y en carpetas, sí, soy algo antigua en esto de los feeds—, los sitios web que me gustan, etc. el tiempo de lectura? ¿No tendría que sacar tiempo de donde no lo hay? ¿Por qué me extraña entonces que los adolescentes no lean casi —y no me vale eso de que leen en la red; si no son capaces de leer el manifiesto de la huelga de estudiantes que hicieron, aquí en Madrid al menos, el mes pasado—, lean solamente los libros obligatorios?
Tienen tantas cosas que hacer. Viven conectados, con su BlackBerry o su IPhone, con su portátil o su netbook, con el teléfono tradicional incluso. Están siempre con sus amigos, en persona o vía las redes sociales, en el cole o en las actividades extraordinarias. Así no hay quien se aburra, quien reflexione, quien tenga una hora seguida de tiempo muerto. Y, si existe ese tiempo, lo dedicarán a estudiar, y los padres estaremos muy contentos y les daremos el visto bueno.
Pero ni Joselu ni yo nos hemos educado así: «En mi vida la lectura ha sido esencial. Me he pasado la vida leyendo y sigo haciéndolo.», cuenta Joselu; y yo me sumo a su afirmación. Entonces, ¿cómo serán las nuevas generaciones criadas al abrigo del Tuenti o del Twitter o del Facebook o de las series online o de la inmediatez de la conexión a Internet? Todos estamos de acuerdo en que no tienen por qué ser ni mejores ni peores personas. Pero, ¿se sentirán igual de humanos que nosotros? ¿Leerán las mismas cosas? ¿Servirá el canon para ellos? ¿Se perderán algo? ¿Ganarán algo? ¿Siguen teniendo imaginación o ya no?
A mi hija pequeña, la última lectura a la que le han obligado en el cole es Anillos para una dama, de Antonio Gala. Ni siquiera se puede descargar en la red: no hay tanta demanda como para subirla ni tanto fan como para compartirla; y no me extraña nada: es una porquería ñoña. Le he dicho que le hago una nota a su profe para explicar que en mi casa, a Gala, o lo descargamos gratis o lo cogemos de la bibllioteca —y ya está cogido hasta el 25 de noviembre—, pero mi hija no me deja. Ya he pasado por Marina, de Ruiz Zafón, y por La catedral, de César Mallorquí, y me he zafado, je; porque estaban disponibles en la biblioteca. ¿Qué enseñanza de la literatura es esta? No sé, ni me importa.
Como Joselu, yo, con dolor ya atemperado, renuncio a contagiar la lectura más allá de una determinada edad. Que lean, si quieren, lo que quieran, los que quieran.
Y, si no les da la gana, a partir de los catorce, como en las bibliotecas, que se busquen la vida, que todos lo hemos hecho. ¿Que no existía Internet?, vale, pero estaba la tele, o los amigos y las chuches y el estar en la calle, y el quedar en una cafetería o un pub.
El que quiera dejarlos sin lectura desde niños, allá él. El que los deje a su entero antojo en cuanto a leer, allá él, también.
Creo que Joselu provoca, pero también creo que analiza la función y el tiempo de la literatura en esta sociedad. Porque, no nos engañemos, los tempos han cambiado y eso se acusa.
Surge en mí otro tema distinto, derivado de este: la enseñanza de la literatura en los cursos de Secundaria, sin afán ninguno de fomentar la lectura. Por favor, los profesores de Literatura, que hagan su trabajo, como los de Matemáticas o Física o Economía o Geografía o Historia del arte, y que dejen a Gala abandonado en el arcén, que las obras de los clásicos tendrán que leerlas y aprender. ¿O acaso por miedo a frustrar al alumno dejan de hacerle aprender a resolver integrales o derivadas?
Yo, a un profesor, le pido sólo eso: que le enseñe.
La afición ya es cosa de la familia y del tiempo en el que vive.