El precioso logo de la cabecera lo hizo Chicho, mi hermano pequeño, desde los Estados Unidos, y me lo envió. En este sitio se pueden ver varios álbumes de creaciones suyas. A mí me encantan. Este es el sitio oficial The Art of Chicho Lorenzo: más dedicado a cuadros.

viernes, 30 de mayo de 2008

Tirando del hilo de la bola de la ortografía

Leí hace unos días una entrada de Juan Julián Melero, en su Atalaya: desde la tela de araña: ¿Importa la ortografía? Él escribe sobre el problema que les llega a la universidad, en concreto, a tercer curso de carrera y llega a una conclusión bastante lógica —aunque eso sí, la deja abierta, por si alguien tuviera una respuesta mejor—: «al final no queda sino preguntarse si realmente la ortografía sirve de algo. Porque realmente las prácticas no están tan mal; si un alumno no usa ni un acento pero te pone correctamente el contenido puntuable de la práctica, no vas a enmendar tú 6 años de ESO+Bachillerato en 3º de carrera». No, claro que no, no es la universidad la responsable de que los estudiantes utilicen las herramientas más básicas. A nadie se le ocurriría enseñarles que a la hora de tener en cuenta el valor de un número las cifras que van tras la coma son decimales y no valen lo mismo que antes de ella, en 3.º de carrera, ¿no?

Entonces todos pensamos que el problema se ha generado antes. Pero si nos vamos al Bachillerato, nos encontramos en una situación similar: la ortografía es una herramienta ya superada. Gente que estudia literatura y que, tras analizar las características de un texto dado, es capaz de atribuirlo a una época o un autor, está claro que se expresa de manera sobrada en esa lengua, y que la ortografía no debiera ser un problema para ellos.

Y, sin embargo, lo es.

También aparece ese problema en la ESO, y en Primaria. Ah, ya casi llegamos.

El otro día tuve una reunión con la profesora de una de mis hijas, la menor, que está en 5.º de Primaria. Me comentaba que se habían reunido los profesores de 5.º y 6.º con los profesores de instituto y estos les habían dicho, grosso modo, que lo que les interesaba realmente que les enseñaran a los chicos era: 1. que leyesen un texto de cualquier tipo y lo entendiesen (incluidas las preguntas de los exámenes), 2. que supiesen expresarse por escrito con frases completas, 3. que supiesen distinguir qué conceptos eran importantes y cuáles secundarios y que supiesen estructurarlo, y 4. que no cometiesen faltas de ortografía. Parece ser que en 5.º de Primaria (si ustedes no lo saben se corresponde con lo que era 5.º de EGB), los chicos aún no dominan estas cosas; pero el problema es que los profesores de instituto ven que tampoco lo dominan en 1.º o 2.º de la ESO, que es lo que antes era 7.º y 8.º de EGB, y por eso reclaman a los profesores de Primaria que se lo enseñen bien a los niños.

La profesora de mi hija les insiste, al parecer, e incluso pone en la pizarra unas simples normas que seguir a la hora de hacer el examen y que esán ahí, a la vista, durante el desarrollo de este: «Contestamos con frases completas. Comenzamos la frase con mayúscula. Terminamos la frase con un punto. Revisamos la ortografía…»

Sin embargo, a la hora de asistir a clase, en Primaria, por lo general, la realidad es muy distinta. Los niños no suelen tomar apuntes, sino marcar con un marcador (amarillo fosforito, azul, rosa… ahora los hay de todos los colores) lo que en el libro el profesor les dice que es más importante. En el mismo libro hay, tras el tema, un esquema realizado por la editorial o el equipo pedagógico de esta. Pues menuda pedagogía.

La pedagogía de las editoriales de los libros de texto va aún más allá: los ejercicios que vienen, no en cuadernillo aparte, sino en el mismo libro, son de este tipo: «Rellena los blancos», «Une con flechas las frases, o la frase y el concepto que define, o la imagen y la frase que mejor se adecúa…», «Contesta verdadero (V) o falso (F)…» ¿Ven ustedes alguna necesidad de que los niños utilicen frases completas? ¿Acaso el bebé que señala con el dedo las cosas y las consigue fácilmente y está todo el día encerrado en el parque rodeado de juguetes es el bebé que comienza a gatear y a hablar, a investigar por sí mismo?

Sé que hay profesores muy buenos y sé que problemas con la ortografía y la comprensión lectora los ha habido siempre. Pero negar la mayor, hacer oídos sordos a un problema que está engordando como una bola de nieve que cae ladera abajo es tan infantil como cerrar los ojos para hacer ver que no está. ¿Hasta cuándo vamos a ser tan ingenuos como para no hacer caso de las advertencias de los profesores, que ya no piden unos contenidos académicos mínimos, sino unas habilidades mínimas que antes poseía al menos el grueso del grupo? ¿Vamos a seguir echando la culpa a la baja formación de los padres? ¿Es que antes había más padres universitarios que ahora?

Quizá el sistema educativo deba replantearse volver a introducir viejos métodos como el dictado, la lectura en clase en voz alta, la explicación de la asignatura con el cuaderno y el lápiz o el bolígrafo (en vez de con el libro de texto en las manos), la elaboración de esquemas por parte de los alumnos, la exigencia de los resúmenes de determinadas explicaciones o de libros, etc., etc. Esto, claro, es más laborioso de hacer y de corregir que lo de verdadero o falso, y requiere que el profesor tenga tiempo para ello y no lleve una clase saturada, no se le haya quitado autoridad, no se le hayan atribuido tareas que no son las suyas, no se le encarguen asignaturas que tampoco son de su competencia.

Entonces, a lo mejor, nos daremos cuenta de que los niños tienen que estudiar y de que no todo se aprende jugando. Entonces, quizá, el hábito de estudio arraigue en los chicos en una edad temprana y no se nos frustren luego, a los trece, catorce o dieciséis años, cuando vean que el esfuerzo es un requisito para conseguir lo que se quiere, muchas veces, y que los resultados a corto plazo, esos que son los únicos aprendidos en el estudio del esquema del final del tema, o los únicos requeridos en la búsqueda en Google de, por ejemplo, “¿de qué está compuesto el cristal?” (cristal, resultado en wikipedia), esos resultados sin esfuerzo no conducen a nada, ni a aprender, ni a saber estudiar, ni a contentar a los mismos chicos si tienen verdadera curiosidad.

Quizá, también, las editoriales dejen de publicar esos caros libros de texto que nos cuestan unos doscientos euros por niño y comiencen a interactuar con las nuevas tecnologías y alguien se ocupe de verdad de enseñar a los chicos a buscar de forma inteligente en las distintas fuentes de las que disponen.

Ojalá el problema de la ortografía sirva como alarma de ese otro problema de no haberles enseñado a aprender, que subyace, y reaccionemos a tiempo.


Tirando del hilo de la bola de la ortografíaSocialTwist Tell-a-Friend

viernes, 16 de mayo de 2008

Bendita internet que nos acerca

[A modo de introducción:
De nuevo colabora la estupenda Pilar Chargoñia, con ayuda de Glenda Escajadillo, enviando un cuento de Juan Osorio Ruiz, que apareció en Quipu, proyecto de Gustavo Faverón Patriau. Proyecto, que, por cierto, vi nacer, primero como sección de su estupendo blog Puente Aéreo (donde intentó dar cabida a muchas narraciones de autores peruanos no conocidos que le llegaban), luego ya en sitio independiente: «La cantidad de cosas recibidas ha desbordado un poco mi capacidad de procesarlas y publicarlas. Les puse como avance, hace días, un cuento de Michael Wilson Reginato. Ahora he decidido no confundir esas colaboraciones con el cuerpo habitual de Puente Aéreo, y publicarlas, más bien, en el espacio que ya tengo habilitado desde hace tiempo: el del blog Quipu
Como dice Pilar, bendita internet; cruzamos el charco como si de un charquito se tratara. Qué quieren, eso ayuda. Al menos a mí, que a veces me vuelvo loca para encontrar aquí libros de autores de allá (bendita internet, maldita distribución).
Les dejo con ellos.]

Dice Glenda Escajadillo Gallegos, arqueóloga y correctora (desde Perú), que Quipu es un proyecto editorial nacido por iniciativa de Gustavo Faverón, ex alumno de la Pontificia Universidad Católica del Perú, al que se han sumado otros blogs. Dice Glenda que con el proyecto se trata de dar a conocer a autores peruanos inéditos, especialmente provincianos, aquellos que difícilmente llegarán a los circuitos editoriales. Dice Glenda que le gustó este cuento y que por eso lo envía; acota que sus papás son ayacuchanos y que han traducido las palabras de la bisabuela: «Ya me estoy yendo, y tú estás (o estarás) bien».

Digo yo (Pilar, desde Uruguay) que el cuento y los comentarios de Glenda son dignos del blog de Ana Lorenzo (España). Sin más comentarios por mi parte, ahí se lo reenvío.

Esto es posible gracias a internet, bendita sea.

Juan Osorio Ruiz escribe un cuento sobre una bisabuela. Con sensibilidad y altura —con amor—, nos acerca un personaje con una sabia actitud ante la vida.

Los comentarios expresados por los lectores en el blog de Gustavo Faverón no le hacen justicia. ¿Estructura débil?, ¿indigenismo?, ¿cliché? No. Es un cuento digno, de rescate de valores familiares, bien estructurado y de lenguaje rico. Júzguenlo ustedes mismos.

Ripucuchcaniñam ccamña allimlla

Juan Osorio Ruiz

Mi bisabuela llegó desde Huancavelica unos meses después de la muerte de mamá, a mitad de una tarde en la que las ventanas lagañosas impregnaban de frío la sala de mi casa. Llegó del brazo de mi padre, su nieto, envuelta en sus innumerables polleras, luciendo un sombrero gris decorado con coquetos ribetes rojos, saludándonos con tiernas frases quechuas llenas de diminutivos y con una minúscula maletita en la que traía todo lo que necesitaba: una que otra prenda de ropa, una bolsita con menjunjes que solo ella sabía utilizar y el álbum de fotos familiares de contenido casi arqueológico.

Una vez instalada en la que era hasta entonces mi habitación, mi padre nos convocó a mis hermanas y a mí para pedirnos estar siempre solícitos y atentos con ella por lo avanzado de su edad. Sin embargo, pronto descubrimos que mi bisabuela tenía la rara cualidad de anticiparse a todo, y a todos: se levantaba muy temprano y con el caminar propio de quien ha comprendido que hay un momento en la vida a partir del cual toda prisa es inútil, pues todo plazo se vence y toda prerrogativa se acaba, se dirigía a la cocina a preparar el más viscoso y más delicioso quáker con leche del mundo. Y antes de que cualquiera de nosotros dijera «Buenos días abuelita» ya estaba ella disponiendo las ollas y cortando las verduras en trocitos de exactitud matemática para prepararnos el almuerzo. Y mientras se cocían las verduras y echaban color los guisos, se sentaba al lado de la cocina a gas, que desdeñaba en un comienzo, a saborear sus trocitos de pan remojados en quáker con leche, haciendo largas pausas y dando mordiscos suaves y periódicos, cual sacerdote en ofrenda eucarística, con una parsimonia que no era producto de la disminución de sus fuerzas, sino de su sabia actitud ante la vida.

Mi abuelo, su hijo, había llegado también a nuestra casa un mes antes a insistencia de mi padre pues los muchos años de bohemia le estaban pasando factura (intereses moratorios incluidos) y aunque a regañadientes, había sido internado en una clínica cercana donde tratarían de curarlo. No había pasado ni una semana desde la llegada de mi bisabuela cuando recibimos la noticia de que los riñones de mi abuelo habían dejado de funcionar. Tras una corta agonía falleció por insuficiencia renal.

Dicen que mi bisabuela había criado a mi padre, su nieto, a mi abuelo, su hijo; había cuidado también de su esposo, mi bisabuelo, y desde muy corta edad, se había encargado de la atención de su padre, mi tatarabuelo. A la luz de los resultados, su caprichosa buena salud no había sido un don tan preciado pues mientras los eslabones más antiguos de esa cadena interminable que es una familia, se habían ido muriendo, a ella le había tocado en suerte mantenerse a pie firme sosteniendo la cadena, sepultando a los más antiguos, y cuidando de los más jóvenes sin emitir queja alguna.

Al contrario de lo que todos pensábamos, la partida de su hijo, mi abuelo, no la afectó demasiado, parecía siempre encontrarse de buen ánimo, excepto algunas mañanas muy temprano, cuando yo la sorprendía sentada en el jardín interior de la casa, con la mirada perdida y hablando sola con ese tonito arrullador que solo la gente de la sierra es capaz de pronunciar, delicioso, melancólico y musical.

A partir de la muerte de mi abuelo fuimos nosotros, sus bisnietos, los destinatarios de toda su atención; sus mimos se hicieron más prolíficos, sus comidas más reconfortantes, las conversaciones en quechua con mi padre fueron más subliminales a mis oídos y los tejidos de tupida lana con los que nos enfundaba para soportar el frío serrano no tuvieron comparación.
Pero pronto la acrobática economía familiar fue ensombreciendo nuestro cómodo chalet como se oscurecen las tardes antes de una severa granizada. Mi padre era un policía ejemplar pero un pésimo negociante. Y si bien al comienzo no todo el dinero se perdió en las dislocadas empresas que iniciaba, su soledad terminó deprimiéndolo y conduciéndonos a todos a los linderos de la ruina.

Así pasaron varios meses en los que algo fue cambiando en casa. A medida que mi padre se sumía en más deudas, los cariños de mi bisabuela fueron adquiriendo una dimensión distinta, aunque se mostraba excesivamente maternal, nosotros ya estábamos bastante crecidos como para aceptarla como reemplazante de nuestra madre. Aunque no era su culpa, había llegado a nuestra casa demasiado tarde, a destiempo. Así que pronto sus cariños nos hostigaron, sus comidas perdieron el encanto y hasta mis hermanas prefirieron enfrentar al frío invierno en los brazos de algún adolescente oportunista y ya no con las chompas de lana tejidas por mi bisabuela.
Entonces ella, silenciosa y discreta, no hacía mayor cosa que acurrucarse al lado de la cocina a gas, que ya no desdeñaba tanto, inquebrantable en su intención de confeccionar innumerables prendas de lana con la esperanza de que alguna vez volviéramos a usarlas.

Así, nuestra anciana huésped fue paulatinamente convirtiéndose en un mueble confinado en un rincón de la cocina, aferrada a sus costumbres e imposibilitada de comunicarse con nosotros por las distancias del idioma y las insalvables brechas abiertas por el tiempo y las circunstancias.
Aquella noche mi padre había llegado borracho a casa y mi bisabuela, diligente como siempre, le había servido una gran taza de café cargado, lo había llevado hasta su dormitorio y le había intentado quitar los zapatos antes de recostarlo en su cama. Mi padre, obnubilado por el alcohol, se había empecinado en dormir con los zapatos puestos, algo que para mi abuela era inaceptable. «Déjame tranquilo, que tú no eres ni mi esposa, ni mi madre», le había imprecado. Tras una pausa prolongada, ella solo llegó a decir: «Ripucuchcaniñam ccamña allimlla» y en silencio se retiró a su habitación.

A la mañana siguiente, cuando me levanté, encontré ropas tiradas a lo largo del oscuro pasadizo que conducía al jardín interior; allí, junto a la puerta, se encontraba mi bisabuela sentada en una diminuta banca que se ahogaba entre sus polleras, cortando con unas viejas tijeras la última chompa que había tejido con incansable esmero. Sus labios susurraban una cancioncilla medio triste y medio dulce que me pareció reconocer, quizá de algún tiempo remoto en el que yo aún no existía.

Caminé hasta colocarme junto a ella, sus delicadas manos soltaron las tijeras y me acomodaron el cabello dándome luego la usual nalgadita convertida en caricia. «Ripucuchcaniñam ccamña allimlla, huahua», me dijo a mí también. A pesar de no entender el significado de aquella frase impronunciable para mí, supuse que quería que la dejara sola. Mientras ella retomaba sus insondables pensamientos me escabullí hasta el umbral de mi dormitorio desde donde todavía podía verla. Su canción terminó unos minutos después para dar paso a un silbido entonado, alternado con gorgoritos deliciosos que me hicieron sonreír. Y con toda calma, como la había visto desde su llegada, se levantó y caminó hasta su cuarto, abrió aquella diminuta maleta con la que había arribado, sacó las fotos que guardaba celosamente y las puso en su velador, en su lugar introdujo los retazos de las prendas de lana que había cortado; la cerró sin prisa, la puso debajo de su cama y se acostó.

La mañana estaba sorprendentemente quieta y tibia, las paredes verde pastel de su habitación hacían ver su cuerpo más pequeño y más distante. Alguna avecilla dejaba oír su trinar en el preciso instante en el que comprendí lo que sucedería después.
Con la mirada incrustada en el techo se persignó juntando sus manos, rezó con ese repetido susurro algodonoso y cuando hubo terminado se persignó, tomó la colcha que le llegaba hasta la cintura y se cubrió el cuerpo y luego el rostro, hasta quedar en la posición exacta en la que quedan los muertos. Y luego partió, partió en busca de la muerte que la había dejado olvidada en mi casa.

*

Bendita internet que nos acercaSocialTwist Tell-a-Friend

jueves, 8 de mayo de 2008

Más que una parodia o La boca pobre

Cubierta de La boca pobre, N&acuteo;rdica Libros

Hay parodias que son geniales, y lo son hasta el punto de que se hacen obras que van mucho más allá de lo parodiado y se disfrutan tal cual, sin necesidad alguna de hacerse uno con un bagaje cultural específico previo con el que comparar. Se alzan, espléndidas y autónomas, con sus propios valores literarios, y alcanzan épocas y público donde no llegarían, si no es por ellas, las obras o ideas que las motivaron. Siempre se pone de ejemplo El Quijote, y es cierto que no tenemos por qué haber leído los típicos libros de caballería para disfrutarlo. Cándido, de Voltaire, es otra genialidad para reírse a gusto, y no nos exige conocer la idea que tenían de la filosofía de Leibniz en aquella época (bastante simplista, todo hay que decirlo) para seguir las aventuras del tenaz optimista y su maestro Pangloss. No quiere decir, sin embargo, que los autores de estas obras, como tampoco Flann O'Brien, desprecien todos los libros o ideas que parodian: de hecho, admiran mucho de lo que traen a colación aunque haya otros aspectos u obras que no les convenzan.

La boca pobre, de Flann O'Brien, les hará reír también, hayan leído ustedes o no los libros típicos irlandeses escritos en gaélico a los que remite y parodia, como muy bien dice el traductor de esta edición Antonio Rivero Taravillo en la presentación. Así que, adelante, no le tengan miedo, que es una joya para disfrutar. Si quieren y son amantes de la lengua y de la historia, si dominan además las distintas variedades de gaélico, léanla en su lengua original. Si no es así, disfruten de la novela en esta edición de Nórdica Libros, a la que hay que agradecer el que haya rescatado a este autor para el mundo hispanohablante (una pequeña digresión: ¿por qué no les venden también los derechos de At Swim-Two-Birds, imposible de encontrar en castellano, con lista de espera para la edición de Edhasa En nadar dos pájaros en los libreros de viejo? ¿Alguien no edita o no reimprime e impide que se edite este libro con alguna intención que a mí se me escapa? Fin de la digresión); con las pistas que nos da el traductor y con lo que todos, quien más, quien menos, hemos oído o leído sobre «el tópico irlandés», en películas o libros ingleses, tendremos bastante.

Desde los prólogos hasta el final, el libro es un prodigio de imaginación, cautivándonos con las exageraciones que convierten en hilarante aquello que podría haber sido digno de lástima. ¿Cómo sentir pena por un pueblo «peculiar[es], [...] que se va apagando como enmohecido idioma gaélico, que está con más frecuencia en sus bocas que un poco de comida» y cuya «gente joven pone la vista en Siberia esperando de ella un clima más benigno que los libre del frío y las tempestades que siempre han conocido» (p. 29)? ¿Y lo de «Es motivo de alegría que el autor, Bonaparte Ó Cúnasa, esté aún hoy con vida, a salvo en la cárcel y libre de las miserias del mundo» (p. 28)? El prólogo nos da ya el pulso de la narración: si el clima es peor que el de Siberia, si en la cárcel se está mejor que libre, ¡cómo ha de ser el mundo para un gaélico! Antes le llega a uno la risa que la pena.

Y es que a un gaélico hasta la riqueza se le vuelve miseria: «Sí, la gente vivía pobremente en la época de mi niñez, y aquel que tenía muchos bienes y ganado, por la noche no tenía espacio para sí mismo en su propia casa. Ay, así ha sido siempre. A menudo oía referir al Viejo Canoso las penalidades y miserias de la vida de antaño. [...]
—Otra noche vino un caballero, un inspector de enseñanza que se había extraviado con la bruma del pantano y que había ido a parar a la entrada del valle.»
El tal caballero, se espanta de ver cómo duermen hombres y bestias juntos en las casas. Les da la idea de hacer un cobertizo, separado de la casa. Los gaélicos de Corca Dorcha del tiempo del Viejo Canoso alaban la sugerencia y llevan a cabo el plan. «Pero, ay, las cosas no son siempre como uno imagina. Cuando mi abuela, dos hermanos míos y yo mismo llevábamos dos noches en el cobertizo, estábamos tan helados y profundamente empapados que fue un milagro que no desapareciéramos para siempre; y no encontramos alivio hasta que regresamos a nuestra propia casa y estuvimos de nuevo confortablemente instalados entre el ganado. Así hemos estado desde entonces, de la misma forma que cualquier pobrecito irlandés a este lado del país» (pp. 38-39), termina de narrar con lógica gaélica el Viejo a Bonaparte.

Así, desde su nacimiento —«[n]ací con muy poca edad (ni siquiera había cumplido un día); hasta pasado medio año no comprendí nada de mi entorno ni pude distinguir a unas personas de otras. Pero la inteligencia y el entendimiento llegan a su paso, lenta e imperceptiblemente, a cada criatura; y ese año lo pasé tumbado sobre mis espaldas, posando la vista aquí y allá en todo lo que tenía a mi alrededor» (p. 33)—, la miserable vida de Bonaparte en Corca Dorcha va siéndonos descrita en primera persona, con todos los tópicos habidos y por haber elevados a la enésima potencia. Si añadimos a esto la excelente imaginación del autor, que algunos de ustedes quizá hayan podido disfrutar en El tercer policía o en Crónica de Dalkey (2 y 4 respectivamente de la colección Otras Latitudes en esta misma editorial), tendrán un resultado maravilloso, con escenas y relatos que por sí solos merecerían la lectura del libro, con personajes e ideas que si solo pueden ubicarse en Corca Dorcha, la cuna de la miseria genuinamente gaélica, de la lengua genuinamente gaélica, de la vida genuinamente gaélica (que ya se sabe que más que vida es peor que la muerte) hacen de esta tierra imaginaria un universo literario que, en cambio, más que genuinamente gaélico, se convierte en un referente universal, donde un Bonaparte bastante cándido —en el doble sentido de la palabra—, a pesar de convivir con el espabilado abuelo Viejo Canoso, llegará a sorprendernos al tomar él solito una iniciativa para terminar con ese destino gaélico que, un día, comienza a antojársele injusto. Pero, qué inútil es tratar de ir contra el destino. Sobre todo, contra el destino gaélico.

Más que una parodia o La boca pobreSocialTwist Tell-a-Friend
 
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

Free counter and web stats