El precioso logo de la cabecera lo hizo Chicho, mi hermano pequeño, desde los Estados Unidos, y me lo envió. En este sitio se pueden ver varios álbumes de creaciones suyas. A mí me encantan. Este es el sitio oficial The Art of Chicho Lorenzo: más dedicado a cuadros.

viernes, 31 de diciembre de 2010

El país de los enanos, porque los enanos no se merecen el miedo ni la responsabilidad de los adultos.


Primer día cole Laura: las dos felices.

Al país de los enanos hay que ir en triciclo y no pasar del metro y medio. Alguien lo ha imaginado así.

En el país de los enanos todo es pequeño, todo menos la diversión y las ideas.

Es pequeño el balón, pequeño el campo, grandes las carcajadas y grandes las carreras. Y cuando los enanos y los niños juegan al fútbol corren mejor que nadie y meten cada uno más goles que los demás.

Es pequeño en el país de los enanos el apetito, pequeña el hambre, pequeños el puré y las verduras, y muy grandes los dulces, y los macarrones, que le gustan a Laura.

Laura entró el otro día en el país de los enanos. Iba, por supuesto, montada en su triciclo —¿o iba en su bicicleta?—, y entró, cree recordar, por la puerta del armario de la ropa de los muñecos. Está casi segura de ello.

Lleva ¿cuánto tiempo? en el país de los enanos y no recuerda si sabe regresar a casa, si quiere regresar a casa. Bueno, mejor sigue pedaleando.

Cuando abandona el triciclo ve que hay una fila interminable de triciclos y de bicis vacíos. Se pierden, con sus colores, en el horizonte.

Laura encuentra junto a una puerta a los enanos custodios, que tienen todo el tiempo del mundo para guardar la puerta, todo el derecho del mundo a exigir mil y un requisitos para permitir el paso.

Pero los enanos solo te piden entre risas que midas menos que su vara de avellano, que mide un metro y medio: ni un milímetro más ni un milímetro menos.

Junto a la vara, Laura es más bajita. Los enanos guardan de nuevo el «metroimedio» y le dicen:

—Lo bien que nos lo vamos a pasar, Laurita.

Laura camina y, según pasa, ve muchos más niños que ya están allí jugando.

Laura piensa: «Entonces, aquí, si todo el mundo juega, ¿quién cocinará? ¿Quién limpiará este parque que veo? ¿Quién fabricará los juguetes y balones si los enanos no paran de jugar?» y, por un momento, su cabeza se asoma peligrosamente por el armario azul y blanco de la ropa de muñecos al cuarto, al mundo real y organizado de los adultos. Rápidamente Laura solo piensa en cuánto le apetece comerse un gran bombón de esos que ve en la caja que sujeta el enano más gordo que jamás haya visto. Entonces se borra la cenefa de la pared del cuarto, se borran la puerta y la ventana y hasta el mismo armario azul y blanco.

En cambio, los bombones huelen cada vez más fuerte a chocolate y Laura coge uno, y el enano se come tres de golpe.

—Sigue, sigue. Puedes comerte cinco, siete, ochenta.

Qué enano más amable. Laurita se atiborra. Al cabo del rato prefiere mirar cómo come el enano y oler el chocolate y desearlo, solo desearlo.

Entonces el enano se despide —con la mano, porque es bien educado y no habla con la boca llena; bueno, solo a veces.

Laura se topa con el tobogán más grande de todo el parque, y encima es amarillo, como le gusta a ella. Y montones de enanos suben por la rampa en vez de hacerlo por las escaleras y se pueden hacer carreras con ellos, y ponerse como un puente para que baje otro por debajo, y deslizarse rápido por debajo de las piernas pequeñas de los enanos, que se ríen y chillan y hacen que Laura y otros niños se lo pasen en grande. Y, aunque llevan horas riéndose y jugando, nunca es hora de irse del parque, no es hora de irse a casa.

Pero, a ese niño que se ha caído y llora, ¿quién va a venir a hacerle «cura sana, culito de rana, si no se cura hoy, se curará mañana»? Vaya, otra vez se asoma Laura al mundo coherente de la realidad: se vislumbra el apagado sol de invierno que entra por la cortina en la alcoba. La puerta del armario está entreabierta y Laurita se asoma al cuarto desde dentro.

Pero que no, que yo no vuelvo. Que llore el niño si le da la gana, que lo que yo quiero ahora es jugar con él a hacer animales con la plastilina. Y la habitación ya no existe. Existe, en cambio, la fábrica más grande de moldes de animales de plastilina que Laura pueda imaginar, y hay animales que ella no ha visto nunca.

Con planos y todo los enanos corretean de acá para allá. Los planos son a escala; algunos, otros no; y tienen más tachones...

Con kilos de plastilina de distintos colores los enanos y los niños —incluida Laura— hacen animales preciosos, animales terroríficos y hasta defectuosos. Y, si uno quiere, al defectuoso lo aplasta con un mazo gigante que lleva escrito en el mango: «al que no te guste, lo espachurras». Si te gusta, lo dejas salir, con defecto y todo, como te dé la gana: por doquier corretean canguros con joroba y gatos con cara de besugo.

Lo mejor de todo es que una vez hechos cobran vida. Se mueven como los muñecos de las películas, hablan con voces de pito, se funden con el suelo y se recomponen mágicamente, se pelean, saltan, ríen... y, si te dan mucho la lata, los espachurras con el mazo grande.

«¿Y adónde irán una vez aplastados? ¿Volverán a ser simple plastilina cuando paren de hablar y de moverse?» Casi sin darse cuenta Laura volvía a ver la alcoba desde el fondo del armario blanco y azul. Los animales de plastilina y sus voces se diluían. El cuarto se hacía más real. Se encontró delante del armario sentada en su triciclo. Sabía cómo volver al país de los enanos, sabía que si dejaba de preguntarse tantas cosas y se limitaba a disfrutar regresaría rápidamente. Pero estaba cansada, así que bajó del triciclo y fue a buscar a papá y mamá que hablaban en la cocina. Antes de salir de la habitación echó un vistazo: el armario de rayas azules y blancas tenía una puerta entornada.

El país de los enanos, porque los enanos no se merecen el miedo ni la responsabilidad de los adultos.SocialTwist Tell-a-Friend

viernes, 10 de diciembre de 2010

Ya vienen los Reyes...


Una de las nevadas del año pasado, aprovechada para hacer un ángel de esos que hacen en las pelis norteamericanas por mi hija mayor.


Este diciembre me adelanto, cuando en realidad me atraso un año entero, desde el enero pasado, en que leí a Sánchez Ferlosio un artículo estupendo titulado «Televisión para niños», les recomiendo que lo lean, sigue vigente, por desgracia. Ese artículo me hizo acordarme de las cartas a los Reyes Magos de los niños de ahora (vale, no todos, menos mal): algunos ni siquiera escriben porque cortan las fotos de los juguetes y las cosas que quieren y las pegan en la carta; hay otros que sí ponen con su letra lo que piden: tras el consabido «este año he sido bastante bueno», llegan las peticiones: quiero el Super Mario Bros. para Wii, el volante, el micrófono de Hanna Montana, el Quién es quién de Disney, la linterna de Ben 10, la Barbie fashion morena, las zapatillas de fútbol de Nike que usa Ronaldo, etcétera, etcétera.

No, no crean que me molesta que los niños den a los Reyes tantas pistas. Ni que tengan tan claro que si el maletín de hacer pulseras que quieren es el de Hello Kitty no les valga otro similar o incluso más bonito. No es eso.

Es que no veo que ninguno haya pedido un caballo (a no ser que sea uno interactivo que tienen en el Toys R Us y que no es de verdad), ni un muñeco que se convierta en un homúnculo con vida propia, ni una pelota que siempre marque gol, ni un sombrero del que poder sacar todo lo que uno necesite en el momento justo, ni una bandera que señale cuándo hay peligro, ni una nevada increíble que obligue a cerrar el cole, ni una luz que brille a distancias desmesuradas y pueda iluminar la noche oscura de un amigo que se ha ido a vivir lejos lejos, ni...

Todas esas cosas, y otras tantas, las pedía yo junto a disfraces, cuentos, barriguitas, muñecas, coches, grúas y demás.

¿Qué ocurre con los niños? ¿Qué les pasa? ¿Acaso crecer entre tanta ficción y tanta magia les ha hecho anclar sus pies a la tierra? ¿Es que no piden la luna porque no saben que existe? ¿O es que les sobra porque no tiene un copyright que podrán lucir como logo más que marca, como explica Rafael Sánchez Ferlosio?

Y ¿los padres? ¿Se murió su imaginación, que no echan de menos que los niños imaginen? Se quedaron en traer el catálogo de juguetes del sitio más a mano para que el niño ponga las pegatinas de «me gusta esto» como si estuviese en Facebook, y los papás no lo encuentran extraño, no, lo ven facilitador y cómodo.

Pero qué pena, ¿verdad?, tener que buscar con lupa en la lista de los niños hasta encontrar algo que no sea un producto comercial.

A ver si conseguimos devolverles a esa cabecita toda la magia que ellos llevan dentro. A ver si este año les contamos que el catálogo se perdió, pero que hay tantas cosas que uno puede ansiar y desear, y que este es el mejor momento para pedirlas, porque los Reyes, y Papá Noel, son todos magos.

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