El precioso logo de la cabecera lo hizo Chicho, mi hermano pequeño, desde los Estados Unidos, y me lo envió. En este sitio se pueden ver varios álbumes de creaciones suyas. A mí me encantan. Este es el sitio oficial The Art of Chicho Lorenzo: más dedicado a cuadros.

viernes, 16 de mayo de 2008

Bendita internet que nos acerca

[A modo de introducción:
De nuevo colabora la estupenda Pilar Chargoñia, con ayuda de Glenda Escajadillo, enviando un cuento de Juan Osorio Ruiz, que apareció en Quipu, proyecto de Gustavo Faverón Patriau. Proyecto, que, por cierto, vi nacer, primero como sección de su estupendo blog Puente Aéreo (donde intentó dar cabida a muchas narraciones de autores peruanos no conocidos que le llegaban), luego ya en sitio independiente: «La cantidad de cosas recibidas ha desbordado un poco mi capacidad de procesarlas y publicarlas. Les puse como avance, hace días, un cuento de Michael Wilson Reginato. Ahora he decidido no confundir esas colaboraciones con el cuerpo habitual de Puente Aéreo, y publicarlas, más bien, en el espacio que ya tengo habilitado desde hace tiempo: el del blog Quipu
Como dice Pilar, bendita internet; cruzamos el charco como si de un charquito se tratara. Qué quieren, eso ayuda. Al menos a mí, que a veces me vuelvo loca para encontrar aquí libros de autores de allá (bendita internet, maldita distribución).
Les dejo con ellos.]

Dice Glenda Escajadillo Gallegos, arqueóloga y correctora (desde Perú), que Quipu es un proyecto editorial nacido por iniciativa de Gustavo Faverón, ex alumno de la Pontificia Universidad Católica del Perú, al que se han sumado otros blogs. Dice Glenda que con el proyecto se trata de dar a conocer a autores peruanos inéditos, especialmente provincianos, aquellos que difícilmente llegarán a los circuitos editoriales. Dice Glenda que le gustó este cuento y que por eso lo envía; acota que sus papás son ayacuchanos y que han traducido las palabras de la bisabuela: «Ya me estoy yendo, y tú estás (o estarás) bien».

Digo yo (Pilar, desde Uruguay) que el cuento y los comentarios de Glenda son dignos del blog de Ana Lorenzo (España). Sin más comentarios por mi parte, ahí se lo reenvío.

Esto es posible gracias a internet, bendita sea.

Juan Osorio Ruiz escribe un cuento sobre una bisabuela. Con sensibilidad y altura —con amor—, nos acerca un personaje con una sabia actitud ante la vida.

Los comentarios expresados por los lectores en el blog de Gustavo Faverón no le hacen justicia. ¿Estructura débil?, ¿indigenismo?, ¿cliché? No. Es un cuento digno, de rescate de valores familiares, bien estructurado y de lenguaje rico. Júzguenlo ustedes mismos.

Ripucuchcaniñam ccamña allimlla

Juan Osorio Ruiz

Mi bisabuela llegó desde Huancavelica unos meses después de la muerte de mamá, a mitad de una tarde en la que las ventanas lagañosas impregnaban de frío la sala de mi casa. Llegó del brazo de mi padre, su nieto, envuelta en sus innumerables polleras, luciendo un sombrero gris decorado con coquetos ribetes rojos, saludándonos con tiernas frases quechuas llenas de diminutivos y con una minúscula maletita en la que traía todo lo que necesitaba: una que otra prenda de ropa, una bolsita con menjunjes que solo ella sabía utilizar y el álbum de fotos familiares de contenido casi arqueológico.

Una vez instalada en la que era hasta entonces mi habitación, mi padre nos convocó a mis hermanas y a mí para pedirnos estar siempre solícitos y atentos con ella por lo avanzado de su edad. Sin embargo, pronto descubrimos que mi bisabuela tenía la rara cualidad de anticiparse a todo, y a todos: se levantaba muy temprano y con el caminar propio de quien ha comprendido que hay un momento en la vida a partir del cual toda prisa es inútil, pues todo plazo se vence y toda prerrogativa se acaba, se dirigía a la cocina a preparar el más viscoso y más delicioso quáker con leche del mundo. Y antes de que cualquiera de nosotros dijera «Buenos días abuelita» ya estaba ella disponiendo las ollas y cortando las verduras en trocitos de exactitud matemática para prepararnos el almuerzo. Y mientras se cocían las verduras y echaban color los guisos, se sentaba al lado de la cocina a gas, que desdeñaba en un comienzo, a saborear sus trocitos de pan remojados en quáker con leche, haciendo largas pausas y dando mordiscos suaves y periódicos, cual sacerdote en ofrenda eucarística, con una parsimonia que no era producto de la disminución de sus fuerzas, sino de su sabia actitud ante la vida.

Mi abuelo, su hijo, había llegado también a nuestra casa un mes antes a insistencia de mi padre pues los muchos años de bohemia le estaban pasando factura (intereses moratorios incluidos) y aunque a regañadientes, había sido internado en una clínica cercana donde tratarían de curarlo. No había pasado ni una semana desde la llegada de mi bisabuela cuando recibimos la noticia de que los riñones de mi abuelo habían dejado de funcionar. Tras una corta agonía falleció por insuficiencia renal.

Dicen que mi bisabuela había criado a mi padre, su nieto, a mi abuelo, su hijo; había cuidado también de su esposo, mi bisabuelo, y desde muy corta edad, se había encargado de la atención de su padre, mi tatarabuelo. A la luz de los resultados, su caprichosa buena salud no había sido un don tan preciado pues mientras los eslabones más antiguos de esa cadena interminable que es una familia, se habían ido muriendo, a ella le había tocado en suerte mantenerse a pie firme sosteniendo la cadena, sepultando a los más antiguos, y cuidando de los más jóvenes sin emitir queja alguna.

Al contrario de lo que todos pensábamos, la partida de su hijo, mi abuelo, no la afectó demasiado, parecía siempre encontrarse de buen ánimo, excepto algunas mañanas muy temprano, cuando yo la sorprendía sentada en el jardín interior de la casa, con la mirada perdida y hablando sola con ese tonito arrullador que solo la gente de la sierra es capaz de pronunciar, delicioso, melancólico y musical.

A partir de la muerte de mi abuelo fuimos nosotros, sus bisnietos, los destinatarios de toda su atención; sus mimos se hicieron más prolíficos, sus comidas más reconfortantes, las conversaciones en quechua con mi padre fueron más subliminales a mis oídos y los tejidos de tupida lana con los que nos enfundaba para soportar el frío serrano no tuvieron comparación.
Pero pronto la acrobática economía familiar fue ensombreciendo nuestro cómodo chalet como se oscurecen las tardes antes de una severa granizada. Mi padre era un policía ejemplar pero un pésimo negociante. Y si bien al comienzo no todo el dinero se perdió en las dislocadas empresas que iniciaba, su soledad terminó deprimiéndolo y conduciéndonos a todos a los linderos de la ruina.

Así pasaron varios meses en los que algo fue cambiando en casa. A medida que mi padre se sumía en más deudas, los cariños de mi bisabuela fueron adquiriendo una dimensión distinta, aunque se mostraba excesivamente maternal, nosotros ya estábamos bastante crecidos como para aceptarla como reemplazante de nuestra madre. Aunque no era su culpa, había llegado a nuestra casa demasiado tarde, a destiempo. Así que pronto sus cariños nos hostigaron, sus comidas perdieron el encanto y hasta mis hermanas prefirieron enfrentar al frío invierno en los brazos de algún adolescente oportunista y ya no con las chompas de lana tejidas por mi bisabuela.
Entonces ella, silenciosa y discreta, no hacía mayor cosa que acurrucarse al lado de la cocina a gas, que ya no desdeñaba tanto, inquebrantable en su intención de confeccionar innumerables prendas de lana con la esperanza de que alguna vez volviéramos a usarlas.

Así, nuestra anciana huésped fue paulatinamente convirtiéndose en un mueble confinado en un rincón de la cocina, aferrada a sus costumbres e imposibilitada de comunicarse con nosotros por las distancias del idioma y las insalvables brechas abiertas por el tiempo y las circunstancias.
Aquella noche mi padre había llegado borracho a casa y mi bisabuela, diligente como siempre, le había servido una gran taza de café cargado, lo había llevado hasta su dormitorio y le había intentado quitar los zapatos antes de recostarlo en su cama. Mi padre, obnubilado por el alcohol, se había empecinado en dormir con los zapatos puestos, algo que para mi abuela era inaceptable. «Déjame tranquilo, que tú no eres ni mi esposa, ni mi madre», le había imprecado. Tras una pausa prolongada, ella solo llegó a decir: «Ripucuchcaniñam ccamña allimlla» y en silencio se retiró a su habitación.

A la mañana siguiente, cuando me levanté, encontré ropas tiradas a lo largo del oscuro pasadizo que conducía al jardín interior; allí, junto a la puerta, se encontraba mi bisabuela sentada en una diminuta banca que se ahogaba entre sus polleras, cortando con unas viejas tijeras la última chompa que había tejido con incansable esmero. Sus labios susurraban una cancioncilla medio triste y medio dulce que me pareció reconocer, quizá de algún tiempo remoto en el que yo aún no existía.

Caminé hasta colocarme junto a ella, sus delicadas manos soltaron las tijeras y me acomodaron el cabello dándome luego la usual nalgadita convertida en caricia. «Ripucuchcaniñam ccamña allimlla, huahua», me dijo a mí también. A pesar de no entender el significado de aquella frase impronunciable para mí, supuse que quería que la dejara sola. Mientras ella retomaba sus insondables pensamientos me escabullí hasta el umbral de mi dormitorio desde donde todavía podía verla. Su canción terminó unos minutos después para dar paso a un silbido entonado, alternado con gorgoritos deliciosos que me hicieron sonreír. Y con toda calma, como la había visto desde su llegada, se levantó y caminó hasta su cuarto, abrió aquella diminuta maleta con la que había arribado, sacó las fotos que guardaba celosamente y las puso en su velador, en su lugar introdujo los retazos de las prendas de lana que había cortado; la cerró sin prisa, la puso debajo de su cama y se acostó.

La mañana estaba sorprendentemente quieta y tibia, las paredes verde pastel de su habitación hacían ver su cuerpo más pequeño y más distante. Alguna avecilla dejaba oír su trinar en el preciso instante en el que comprendí lo que sucedería después.
Con la mirada incrustada en el techo se persignó juntando sus manos, rezó con ese repetido susurro algodonoso y cuando hubo terminado se persignó, tomó la colcha que le llegaba hasta la cintura y se cubrió el cuerpo y luego el rostro, hasta quedar en la posición exacta en la que quedan los muertos. Y luego partió, partió en busca de la muerte que la había dejado olvidada en mi casa.

*

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5 comentarios:

Joselu dijo...

Bendita internet que pone en contacto a personas de latitudes distintas fundiéndolas en una cercanía inimaginable hace unos años. Tus comentarios son bienvenidos y oportunos. Gracias por tu presencia, amiga. El texto que publicas muestra una prosa extremadamente cuidada. Su música es hermosa, y entrañable la recreación de la bisabuela. Un cordial saludo.

Ana Lorenzo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Ana Lorenzo dijo...

Gracias por tu paso, Joselu.
El cuento es de Juan Osorio Ruiz, peruano, y gracias a Gustavo Faverón ha sido publicado en la red, y gracias a Glenda nos es posible entender la frase que le da título, y gracias a Pilar, publicarlo aquí.
Desde luego, esta red nos acerca de un modo también entrañable, porque también gracias a ella puedo seguir yo tu blog (aunque añore la presencia de unos y otros).
Un beso.

Juan dijo...

Holas,
Acabo de llegar por casualidad a este blog y caido en la cuenta de que mi cuento ha llegado hasta ustedes. Inmerecido honor el que me hayan publicado. Quisiera, humildemente, aprovechar para comentarles (aunque creo que a destiempo) que pueden visitar mi blog http://contratiempos.blogstpot.com/ por si se les antoja leer alguno de mis otros cuentos. Muchos saludos y mil gracias por la difusión.

Ana Lorenzo dijo...

Hola, Juan, puf, perdona que te conteste tan tarde. El cuento es genial. He ido a tu blog y tienes otros estupendos; gracias por compartirlos.
Un beso.

 
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